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Hispanidad, colonización y el fanatismo de la pluma en la cabeza

Hay dos maneras de concebir a una civilización: como algo estático, detenido en el tiempo, o como un proceso dinámico que ha de conducir siempre hacia un progreso espiritual y mental. La revalorización de lo ancestral ha de servir para abonar el proceso siguiente, porque una cosa es poner en valor el pasado para enriquecer el presente y otra muy distinta deplorar el proceso histórico añorando el pasado inexistente en perjuicio del desarrollo mental de los pueblos.
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La cuestión del proceso histórico ligado a la Hispanidad es una de las cuestiones ideológicas más espinosas que quizás tenga la historia a debate. Pero es que tal vez haya que deslindar los espacios que corresponden a la cierta ciencia histórica de aquellos donde las ideologías se cuelan pretendiendo reivindicaciones que por ser ciertas no pueden sin embargo superar a la letra de la Historia.

Ya lo dijera Poncio Pilatos, “Quod scripsi, scripsi (‘Lo escrito, escrito está’), lo que no significa “lavase las manos” frente al debate que propone el proceso de conquista y colonización hispánica, sino precisamente, no tergiversar los hechos como tales dándoles un giro ideológico forzado e intencionado.

¿Qué ganamos en la militancia por lo que hecho está? No se devolverán ni vidas ni tierras, lo interesante es estudiar aquel fenómeno extraordinario de transculturización para ver qué aprovechamos de bueno de lo uno y lo otro. Pero ir contra la memoria histórica avasallando monumentos y tachando nombres es por lo menos absurdo, o “Abzurdo”.

El debate que abren los grupos indigenistas radicalizados es un tanto falaz en cuanto adolece de conocimiento histórico científico. No se puede, ni se debe juzgar a los hechos de la historia con los parámetros contemporáneos porque aquello dará como resultado una sentencia siempre injusta pues se basa en conceptos que ya no existen en muchos casos.

Dos conceptos son fundamentales y precisos: El que los hispanos son el resultado final de una colada de pueblos que se derramaron por aquella Hyspania y que formaron el carácter y el talante de la Hispanidad, pues, pensemos nada más que esa tierra –España- estuvo siglos bajo el dominio de dos civilizaciones mayúsculas como fueron los romanos y los siete siglos de presencia árabe que resultaron fundamentales para legarnos al Occidente posterior una cultura riquísima.

Allí, en la España dominada por el moro se logró la transferencia de la filosofía con el redescubrimiento de Aristóteles por Averroes que el catolicismo había prohibido durante dos milenios y que luego Santo Tomás incorporara a ese monumento que fue la «Summa Teologica».

A los árabes en España les debemos la poesía, los principios de la astronomía, las matemáticas, la oftalmología, de muchas palabras como «alcohol», «almohada», «hospital», etc., que provienen de la ciencia árabe. De los romanos a través de España hemos heredado el Derecho ¡nada menos!, el pensamiento griego del que diría Cicerón «Los griegos ya lo han pensado todo, sólo hemos de ponerlo en práctica». Y de allí en más el español trajo a la América los genes de normandos, conocimientos esotéricos heredados de los celtas, los conocimientos de la Kabala de los judíos y demás…

El hombre hispanoamericano es resultado de aquella colada histórica de siglos receptada por los naturales y proyectada en la historia hasta el día de hoy. Pretender un indigenismo puro es imposible por dos razones, una lógica y natural ligada a la propia evolución fenotípica de los individuos y otra relacionada al progreso mental. Es imposible e ilógico quedarse revalorizando algo que ya no existe, o que existe en mínimas proporciones respecto de la evolución de la humanidad. Porque una cosa es poner en valor los principios y otra muy distinta negar el proceso histórico. Voltear monumentos o negar los hechos generados por los protagonistas del proceso histórico es un acto contrario a la naturaleza de lo racional, repetimos.

El caso argentino es singular, precisamente, porque el fenotipo del “argento” es el resultado de una de las mezclas más ricas que se puedan concebir.  Al sacudir el árbol genealógico de cada argentino se podrán ver caer aborígenes, eslavos, latinos, germanos, árabes, negros; alguna pizca de todo eso tal vez. ¿Entonces? ¿Qué negaremos? ¿Qué proceso judicial puede realizarse contra la Hispanidad?

¿Deberá acaso el descendiente calchaquí iniciarle proceso al descendiente incaico porque su pueblo avasalló a Diaguitas, Lules, Tonocotés, Atacamas y Omaguacas, para formar el Collasuyo?  Sería absurdo ¿verdad? Y decimos entonces ¿Qué tuvo de distinto el proceso de conquista y colonización del español respecto del que realizaron los pueblos precolombinos entre sí? ¿Qué hubo de distinto que antes no hubiera ocurrido entre Mayas, Aztecas e Incas respecto de otros pueblos menores? Por lo menos los españoles no se comían a sus conquistados como ocurría entre aquellos originarios.

¿Vemos a los norteamericanos borrando de la historia al general Custer o a Grant? Cuando éstos y los otros no dejaron una sola pluma de piel roja, sioux, o alguna de las cincuenta naciones aborígenes en pie?

Es irracional o por lo menos un acto bárbaro ir contra monumentos de hombres que protagonizaron un proceso histórico que no puede borrarse. Tanto como querer juzgar a la historia pasada con parámetros ideológicos contemporáneos y endebles, toda vez que quienes juzgan y “militan” en la “causa aborigen” apenas hablan el castellano porque la ignorancia que los preside les ha degradado hasta este rico y vastísimo idioma que es el español.

Demos el debate sobre el pasado, sí, por supuesto, pero para enriquecer nuestro conocimiento, no para exponerlo en el juicio peregrino de una insustancialidad fáctica y nominativa.

¿Qué haremos? Primero, estudiar todo el proceso histórico. Antecedentes, causas y consecuencias. Formar un criterio, divulgar ese conocimiento para ilustrar a las masas. Y extraer el sincretismo de ese fantástico encuentro de culturas para formar un cuño propio que hoy se integre a una personalidad sudamericana y local con la fuerza suficiente para que la neocolonización no avance más de lo que ya viene desde hace décadas carcomiendo las bases de nuestra cultura imponiendo un modelo que es peor que cualquier otro conocido.

Porque los romanos dejaron el idioma, la burocracia administrativa y el Derecho. Los árabes la ciencia y las letras, el español todo eso más la religión…, pero la actual neocolonización está dejando hombres convertidos en mujeres y al revés, hijos que practican la eutanasia a sus padres como un “acto de amor”, el culto a la muerte en sus diversas concepciones, el libertinaje más procaz en lugar de una libertad responsable y civilizada, la degradación del cuerpo y lo más grave, la ausencia de todo concepto trascendente donde el alma, el espíritu ya no existe.

Por eso el hombre ya ni siquiera muere, es biodegradable, lo mismo que un detergente.

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Director

Eduardo Huaity González

Salvador® es una publicación de
Editorial ABC S.R.L.
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Salta, Argentina