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Repensando al sistema procesal penal

Uno de las tantas frases célebres que se aprenden en cualquier Facultad de Derecho del país es que “una justicia lenta, no es justicia”. Esto viene a significar, que una decisión judicial por buena que sea en su forma y contenido, de poco sirve si llega a destiempo. Desgraciadamente, el alcance de esa oración se aprende con la experiencia, cuando se “patean” los pasillos de los tribunales y se advierte que una decisión judicial tardía, pocos honores le rinde al valor justicia.
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A nuestra expresión, podríamos complementarla y decir que no por muy expeditiva que sea, es que se obtenga por regla de necesidad, una solución adecuada al caso en concreto, ya que a la par de la celeridad, se debe exigir que la resolución del caso sea de indiscutible calidad. Ello es así para evitar que prontitud no sea sinónimo de apresuramiento carente de prudencia. Sólo así, la decisión a la que se arribe, además de oportuna, será justa; o cuanto menos, se le acercará bastante al estándar que se pretende. Después de todo, el sistema judicial no deja de ser un servicio destinado pura y exclusivamente en favor de la ciudadanía.

Pues bien, aquellos objetivos y valores encuentran un punto de coincidencia cuando se comienza a pensar a las dinámicas de los procesos judiciales, sin distinción del fuero pero más acentuadamente en materia criminal, desde el prisma del sistema acusatorio y adversarial, cuya piedra angular descansa en la oralidad. Resultan innegables las bondades y virtudes que presenta el insumo de las audiencias de forma íntegra a lo largo de todo el proceso, con plazos cortos pero posibles de cumplir, rigiendo de forma plena los principios de igualdad de armas entre los sujetos procesales, el juego limpio, la buena fe, la publicidad que posibilita el control ciudadano de la actividad judicial, la inmediación de los juzgadores con las pruebas y las partes, la simplicidad en el desarrollo del juicio, la celeridad, la desformalización y la separación de funciones entre quienes tienen el deber de acusar (fiscales) y de dirimir el asunto traído a conocimiento (jueces).

La oralidad, conjugada con dichos principios, implica que desaparecen por fin las constancias escriturales del expediente o de otros sinónimos equivalentes: como el de “legajo”, y de su extensa cuanto extenuante tramitación, que únicamente tiende a dilatar a las investigaciones, con el abultamiento que tantas veces se verifica por las cuantiosas incidencias, vistas, comunicaciones, notificaciones e impugnaciones que se generan, sin que ello implique necesariamente que entre tantas “fojas” se encuentre una amplia cantidad y calidad de evidencias con aptitud suficiente para resolver un caso, que es en definitiva lo que importa.

Además, acarrea la demora en la elevación de las causas a juicio, lo que cuando al fin sucede, y de no ser por la honestidad intelectual de los magistrados, esos expedientes permiten a “contaminarse” de información a los tribunales que deben juzgar el caso en concreto, transformado al debate en muchas ocasiones en una mera formalidad, ya que la convicción sobre la solución puede haber sido formada con antelación, sin siquiera haberse escuchado a las partes, producido las evidencias, ni expuestos los argumentos, dejando sin sentido al acto que supone la discusión dialéctica de los hechos, las pruebas y el derecho aplicable.

Así planteado, se vislumbra lo superador que puede ser un sistema en el que la toma de decisiones se realiza de forma oral y diligente en todas sus etapas, en lenguaje llano y comprensible. Pero, además, donde la ciudadanía, sus abogados y abogadas, tienen preminencia tanto en la fijación de los hechos jurídicamente relevantes, como en la producción y el control de la actividad procesal. Pero a la vez, en donde la judicatura mantiene contacto directo e inmediato con las personas involucradas en el conflicto, a quienes se las ve y escucha en el momento, sin interferencias, ni intermediaciones y sin que sus dichos sean sustituidos por actas atiborradas de lenguaje críptico. Todo ello sin contar que en pleno siglo XXI y con el auge de las tecnologías, los registros que fuesen necesarios mantener y llevar, bien podrían ser cargados y chequeados desde base de datos y plataformas digitales. El ecosistema agradecido, por cierto.

Para evitar caer en romanticismos e idealizaciones, es válido sincerarse y decir que no es que lo propugnado sea la solución definitiva y lo anterior no tenga sus virtudes: todo sistema es perfectible. Incluso, para que aquellos objetivos y valores puedan realizarse en la práctica, además de infraestructura y fondos, se debe contar con operadores jurídicos sólidos, formados, capacitados y comprometidos no sólo con el cambio, sino con el afán a dar un salto en calidad con relación a la elevada –aun cuando bastardeada– labor que demanda el servicio de justicia en su completitud, lo que abarca tanto a la judicatura, al Ministerio Público Fiscal y a las defensas, pública y privada, ya que de otro modo se derrumbaría desde sus cimientos. Pero, por extraño que suene, en orden de prioridades, lo primordial es que haya, ante todo, la voluntad de propender al progreso, sobre la base de lo que hoy se tiene, pero con la consciencia de que puede ser aún mejor.

En otras palabras, sin las voluntades necesarias desde los ámbitos políticos, dirigenciales, académicos, culturales y sociales, el avance hacia el cambio no podrá ver cristalizadas aquellas necesidades que la ciudadanía merece respecto a su sistema judicial. En rigor, sería falaz sostener que la provincia de Salta no ha avanzado notablemente sobre muchos de los aspectos señalados y más aún en materia procesal penal. Sin embargo, tampoco se falta a la verdad si se afirma que aún no se ha dado el vuelco por completo al sistema acusatorio y adversarial, faltando tramos importantes por recorrer, por lo que todavía se navega a dos aguas en este asunto. Sería promisorio, abandonar cualquier temor, ya que la tendencia en prácticamente toda América Latina y una parte importante de Europa, se ha encaminado hacia la adopción de este sistema, con adecuación a las realidades y tradiciones jurídicas propias de cada lugar.

Afortunadamente, en la provincia de Salta hay una pujante y creciente tendencia que busca la implementación de la oralidad como del sistema acusatorio y adversarial en el proceso penal en todas sus fases, con un marcado compromiso hacia los valores democráticos y republicanos, con miras a conformar un mejor sistema de administración de justicia: expeditivo pero de calidad. Vale agregar, que desde hace más de seis años venimos enseñando bajo esta lógica en los claustros universitarios salteños este modo de abordar y pensar al sistema procesal penal, por lo que ya hay estudiantes y abogados/as que con formación suficiente que bregan por mirar hacia el horizonte. A la par, se han escrito diversos anteproyectos de códigos procesales en materia penal, habiendo avanzado uno de ellos de forma saliente en los últimos meses, generando el interés en distintos sectores, de lo que se espera que, al menos, permita instalar la discusión y el tratamiento del tema de forma seria y concienzuda.

Es verdad que las realidades culturales y sociales no mutan por la sola sanción de una ley, pero, no menos real es que los cambios de paradigma se gestan sin permiso de ninguna legislación. Sería plausible y adelantado, ser agentes de cambios, anticiparse y comenzar a escuchar a las voces que pregonan por la innovación y el progreso. La resistencia, en todo caso, tendría la batalla perdida, ya que su desembarco se avizora como una cuestión de tiempo. Por lo que vale preguntarse: ¿si no es ahora, cuándo?

Maximiliano Villada Alday: Abogado por la Universidad Nacional de Córdoba. Magíster en Derecho Penal por la Universidad de Sevilla (España). Diplomado en Litigación Oral Penal por la American University – Washington College of Law (Washington D.C., Estados Unidos de Norteamérica). Docente de grado y posgrado.

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Director

Eduardo Huaity González

Salvador® es una publicación de
Editorial ABC S.R.L.
Gral Güemes 1717
Salta, Argentina