El primero es uno de los próceres del Folklore Argentino, sus páginas desde su “Camino del Indio”, la primera de sus obras, forman parte central de nuestra acervo, que es objeto de estudio en universidades de lugares impensados de nuestro planeta y Gardel, “El Mudo”, “El Morocho del Abasto”, es el Rey indiscutido del tango, desde el mismo momento en que el tango se hizo canción, allá por el 1917, cuando desde las porteñas calles de Corrientes y Maipu, cantó al mundo “Mi noche triste”, señalando a partir de ahí, el camino por el que después desandaría por años, hasta nuestros días, la canción urbana.
Gardel, podemos decir hoy, que hay consenso en ello, nació el 10 de diciembre de 1890 en Toulusse, Francia. Yupanqui, nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires un 31 de diciembre de 1908. Ya para esa fecha Gardel había dado sus primeros pasos como cantor más allá del Abasto, en Buenos Aires.
Por aquel entonces, Gardel cantaba ritmos camperos y rurales, como estilos, gatos, chacareras, tonadas, zambas, es decir cantaba folklore, aunque todavía tal expresión no había entrado en nuestro vocabulario.
El encuentro
1930 fue el año en el que estos grandes íconos de nuestra Cultura confluyeron. Gardel jamás lo supo. No podía saberlo. Ya era un afamado cantor de proyección internacional, tendría 40 años aproximadamente, había ya emprendido extensas y exitosas giras por España y Francia, y había lanzado, ese mismo año en nuestro país el primer video clip de la historia de nuestra música, “Viejo Smoking” un pequeñísimo cortometraje en el que interpreta como actor un breve guion que pinta el clima de la crisis económica y social que vivía nuestro país y el mundo en aquel tiempo y en el que canta el hoy ya legendario tango de Celedonio Flores y Guillermo Barbieri. Luego de ese año iniciaría su carrera como estrella de cine internacional.
Yupanqui, mientras tanto, ese año, tenía 22 años. Tres años atrás había compuesto su primera obra, “Camino del Indio”, y andaba por el país en busca de paisajes y de trabajo. Ya había andado por el Norte y por la provincia de Entre Ríos, y llegaba a Buenos Aires para probar suerte como intérprete de la guitarra. Todavía no cantaba, ni tampoco había reemplazado su nombre, por el nombre artístico de Atahualpa Yupanqui.
Así recuerda, con su atrapante prosa Yupanqui, en un escrito no lo suficientemente difundido[1], ese año 30, el año en el que conoció a Gardel.
“Me ganaba la vida tocando la guitarra, sin cantar, en los boliches de Avellaneda, de Puente Alsina, de Boedo y Chiclana, del Bajo Belgrano.”
“Dondequiera que me daban permiso, me sentaba entre parroquianos, obreros, gente de paso de las tabernas sin importancia, y tocaba la guitarra. No esperaba ni exigía silencio. Sólo tocaba, y siempre en forma confidencial, sin bulla en el instrumento, sin brillantez alguna.
De treinta personas, seis me alcanzaban una moneda. Y cuando me ofrecían un trago de algo, yo, que en aquellos años no bebía nada de alcohol, pedía un vaso de leche. Era mi alimento, mi solo alimento.
Usaba una pequeña guitarra desprotegida. No tenía estuche o cofre para guardarla. Una noche, en la calle Corrientes llegué hasta la pieza de un amigo y le confié la guitarra por esa noche solamente. Tenía un pedazo de queso y un vaso de leche, y con el peso restante hice un gasto extraordinario: me fui al teatro de la calle Esmeralda a escuchar a Carlos Gardel, que había llegado de Europa. Disfruté enormemente durante casi dos horas.
Yo, que nunca fui tanguero, que jamás aprendí a tocar un pedacito de tango, recibí con fuerte emoción la voz de Gardel, su acento, su forma de marcar las palabras, su temperamento, su simpatía desbordante, su calidad de artista nacido para producir, en ese género, la más pura belleza popular.
Como decía mi amigo Reguera, “engordé de emoción escuchando cantar”. Me paré a medianoche en la vereda de “Los 36 billares”. Llegaba hasta la calle el rumor de los bandoneones del bar vecino.
Un rato después, con amigos de caras emocionadas y felices, pasaba con paso lento don Carlos Gardel. Todos lo saludaban al pasar. Gardel era como Buenos Aires después de haberse confesado, con penas y nostalgias, con rabias y amores. El alma de la ciudad cabía en él, honrosamente. Yo me había quedado sin un centavo, estaba cansado pero feliz, conmovido, agradecido de la noche. Había ganado la noche. Nada perturbaba mi mundo sensible. ¡Qué noche memorable!
Caminando por la calle Lavalle, llegué hasta el teatro Colón. Frente a él, la plaza Lavalle. Me senté a descansar, a ordenar mis adentros. Y sin darme cuenta, me quedé dormido. No sé cuánto rato le concedí al sueño. Pero una mano firme me tocó el hombro. Era un policía, y creo que serían ya las tres de la madrugada. El hombre me pidió documentos. Se los mostré. Me los devolvió enseguida, diciéndome: “Acompáñame”. Y me llevó a la seccional tercera de la Policía. Allí expliqué los asuntos de mis pobres trabajos y justifiqué, con el billete del teatro, las horas anteriores. Pero me tuvieron hasta el mediodía siguiente. Me dejaron libre con un consejo serio: “Aquí no queremos vagos”.
Salí lleno de vergüenza y rescaté mi guitarra de la pieza de Páez, hombre de la noche, que dormía como un lirón. Y me fui a los barrios, buscando tabernas para ganarme la vida.”
[1] Texto de Atahualpa Yupanqui, publicado en http://museolibrogardel.blogspot.com/2020/02/atahualpa-yupanqui-sobre-carlos-gardel.html