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Tras 55 años se disuelve Les Luthiers

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Jorge Maronna y Carlos López Puccio, últimos integrantes históricos de Les Luthiers, anunciaron ayer su retiro y, simultáneamente, la disolución del grupo de instrumentos informales nacido hace 55 años en los tiempos del Instituto Di Tella.

Todavía habrá un espectáculo más, con ellos y los miembros que se fueron incorporando los últimos años (“Más tropiezos de Mastropiero”, que estrenarán dentro de una semana en el Ópera y con el que luego harán una gira nacional e internacional). A su término colgarán el smoking. Definitivamente.

Desde la muerte de Daniel Rabinovich en 2015, la continuidad se había vuelto muy difícil. Los nuevos públicos, que nunca les faltaron, no lo sentían de igual forma, pero para los seguidores de siempre concurrir a un nuevo show era un desafío. El fantasma de “Neneco”, tal como se lo conocía, era inevitable. Era imposible reír como antes. Dos años después, a las bajas se sumaron el retiro voluntario de Carlos Núñez Cortés, cuando cumplió los 75 (y el grupo medio siglo), y en 2020, en plena pandemia, la desaparición de Marcos Mundstock. La suerte parecía sellada. Hubo dos años más de gracia.

Algunos de los “luthierólogos” más conspicuos sostenían esta tesis: ¿por qué no imaginar un grupo que renovara enteramente sus integrantes, pero mantuviera nombre, estilo, tradición, tal como hacen tantas orquestas sinfónicas en el mundo? La fantasía era hermosa, pero ni ellos se la creían. Sería como Los Beatles sin Lennon y McCartney (o Lenin y McCartney, como decía Rabinovich en el número del Jockey Club), y luego sin Harrison y Ringo. Ni siquiera los cuartetos de cuerda, salvo rarísimas excepciones como el Cuarteto Borodin (1945), sobreviven a sus fundadores.

Maronna y López Puccio siguieron adelante pero ya guardaban en sus corazones la decisión que ayer hicieron pública. “Más tropiezos de Mastropiero” será el final, el adiós, el “abschied”, como la sinfonía de Haydn. Y después todo será historia, grabaciones, YouTube, posiblemente algunos registros piratas que se blanqueen y salgan a la luz, como se hace hoy con tantos músicos emblemáticos del siglo pasado.

Es verdad que, a lo largo de su historia, Les Luthiers sufrió dos duros golpes: primero, la muerte de su fundador, Gerardo Masana, en 1973, pero el grupo, si bien ya popular, no tenía la fama que adquirió pocos años más tarde y que lo fue llevando a salas cada vez más grandes, hasta instalarse en el Teatro Coliseo temporada tras temporada. Varias generaciones de fanáticos ni siquiera llegaron a conocer a Masana.

Más tarde, en 1986, hubo otra baja significativa: la salida de Ernesto Acher por desavenencias internas (como buenos caballeros, jamás las hicieron públicas). Les Luthiers, en ese momento, estaba en la cima de su popularidad: unos meses antes habían hecho su primer Teatro Colón, y en países como España y Colombia gozaban de tanta fama como en la Argentina. Sin Acher, a quienes decidieron no reemplazar, se transformaron en un quinteto, y si bien ya algunos números nunca fueron lo mismo (en especial, “Las majas del bergantín” y la magistral epopeya del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras, que Acher hacía como los dioses), quedaba mucho tiempo por delante. Eso ocurrió hace 36 años, y dentro del quinteto se consolidó aún más la pareja Rabinovich-Mundstock.

Hubo cambios sensibles, la parte musical quedó subordinada a la verbal (los instrumentos informales dejaron de tener mayor peso); recurrieron a humoristas externos, como Roberto Fontanarrosa, pero todavía quedaba espacio para clásicos nuevos, como el glorioso de Ester Psícore y algunos otros. Aunque aquel manantial creativo de los 60 y 70 se iba extinguiendo. El Coliseo dejó lugar al Gran Rex, y esos luthierólogos de siempre se empezaron a preguntar, en voz muy baja, bajísima, si los primeros síntomas de fatiga creativa no habrían empezado a manifestarse.

En realidad, y sin dar respuesta a lo anterior, lo que sí empezaba a manifestarse de manera clara era que otro siglo había llegado, otras costumbres, otra cultura, otro lenguaje, pero Les Luthiers seguía vistiendo el smoking de siempre cuando ni siquiera en el Gran Abono del Teatro Colón lo exigen.

Se planteó entonces el gran dilema: modernizarse era traicionar su esencia, pero insistir en ella era desafiar a una época que había cambiado de paradigmas. Ya no se valoraba que no dijeran malas palabras (todo lo contrario), ya pocos recordaban a los engolados locutores de Radio Nacional cuando presentaban ópera, a los que tan bien parodiaba Mundstock, y a veces ni siquiera identificaban a los melódicos de los que se burlaba Neneco. Esos nuevos públicos también reían, pero el objeto de la parodia les era desconocido, escamoteado por la cronología. “¿De qué se ríen?”, se interrogaba Mundstock en la “Suite de los Noticieros Cinematográficos” , pregunta que legítimamente se podría plantear sobre un público que jamás vio un noticiero en un cine, ni un programa ómnibus de domingo, y al que, quién sabe, hasta le caigan mal las bromas sobre los pueblos originarios en “Cartas de color” y Yogurtu Ngé, el que tuvo que huir precipitadamente de la aldea por culpa de la escasez de rinocerontes.

Reconforta que el último espectáculo, tal como se anticipa, sea completamente nuevo. Porque otro de los temores más fundamentados de los luthierólogos eran las ineludibles imitaciones. Sólo hubo un Elvis, sólo hubo unos Beatles: recrear los viejos números, por más talento que se tenga y capacidad mimética de la que se disponga, no es lo mismo. Para seguir con el símil de antes, nada tiene que ver con que los nuevos integrantes de una Sinfónica centenaria toquen un Mahler o un Beethoven. Definitivamente, no es lo mismo.

Era improbable que Johann Sebastian Matropiero sobreviviera al siglo XX: lo hizo, con esfuerzo, poco más de dos décadas, y con severos achaques. Quino, que creó a Mafalda el mismo año que nacieron Les Luthiers, le puso fin diez años más tarde. El humorista mendocino consideró que su criatura ya no habría tenido oxígeno fuera de su época, de su cultura.

Quizá Mastropiero haya comprendido, finalmente, que él habría podido pasar horas haciendo bromas con Mafalda, pero que un influencer jamás lo entendería. La decisión que tomó fue sabia. Queda la enorme gratitud hacia él de todos los públicos a lo largo de 55 años, y de los que lo seguirán descubriendo de ahora en más.

Fuente: Ámbito Web

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Eduardo Huaity González

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