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Sinead O’connor (in memorian)

“no permitas que los bastardos te depriman” Kris Kristofferson
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Henrik Johan Ibsen fue un noruego que vivió entre 1828 y 1906. Escritor prolífico, agudo y audaz. Los dramas expuestos en sus obras forman parte del acervo clásico de la literatura universal. El profundo calado moral de su obra influyó decididamente en la cultura contemporánea.

Ibsen dejó una literatura maravillosa para los tiempos. “Casa de Muñecas”, una bandera feminista y racional, profunda, temeraria, disruptiva y por supuesto polémica para su época y aún hoy. “Espectros”, censurada y prohibida durante quince años por considerarla disoluta y revolucionaria. “El pato silvestre”, una obra casi intimista en los simbólico y alejada ya de lo social, inquietante, reflexiva, emotiva y por momentos angustiante. Y muchas otras obras de Ibsen que encantan con la fluidez de su pluma y la habilidad para atrapar el interés del lector al punto de capturar no solo su atención sino además sus emociones.

Pero hay un texto en especial de este noruego dramaturgo que me convoca a su atención: “Un enemigo del pueblo”.

El protagonista de esa obra, el Doctor Stokmann, advierte y denuncia que las aguas del balneario de su pueblo están contaminadas y representan un grave peligro para quien se inmersa en ellas. De resultas que el natatorio es el principal o único atractivo del pueblo. De hecho, es la fuente de trabajo de sus habitantes. Si se difunden los riesgos de las aguas los veraneantes naturalmente no irán al pueblo. Por ello, todos tratan de ocultar el peligro. Que no se sepa. Y todos también, abandonan y dejan solo con su verdad al Doctor Stokmann. En un momento cenital de la obra el protagonista dice “…He descubierto que las raíces de nuestra vida moral están completamente podridas, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira…”. Silenciado, ninguneado y abandonado por todos, Ibsen lo hace marcharse del pueblo en su obra al protagonista. Y en esa marcha entre triste y resignado, al fin solo, dirá “…El hombre más fuerte del mundo es el que está más solo…”.

            Es la soledad victoriosa del Cristo agonizando en la cruz.

            La soledad del límite ético del Favaloro escribiendo cartas en vísperas del fin.

            La soledad del sabio del laboratorio que descubre el alivio.

            La soledad del general heroico y anciano en Boulogne Sur Mer.

            La soledad del poder de la esperanza del decente.

            La soledad invencible del compasivo.

            La soledad impasible de Alfonsina yendo al mar.

            La soledad resistente del que sabe que no puede pero debe.

            La soledad poderosa del que ha abandonado la vanidad.

Sinéad O’connor cantaba. Era irlandesa. Cantaba maravillosamente hermoso. Su timbre era un bello mezzosoprano unido a unos dulcísimos ojos como ventanas a un alma sensible y singularmente humanista.  

Dicen que el tiempo, la enfermedad y el dolor fueron haciendo estragos en su humanidad. De todas las tristezas de su vida, talvez no pudo con la que le provocó el suicidio de su hijo hace poco tiempo.

El 16 de octubre de 1992 el Madison Square Garden de Nueva York estaba colmado. Esa noche se trataba de un tributo a Bob Dylan. Sinead estaba invitada entre otros artistas. Cuando tocó su turno para cantar “I believe in you” entró al escenario y un estruendoso abucheo y silbatina la recibió de forma brutal y despiadada.

Allí estaba la muchacha irlandesa, en el más neoyorkino de los escenarios, bajo las luces de los reflectores y apuntada por infinitas cámaras de televisión y de fotos, acribillada por los gritos desaforados.

Gritos, soledad, insultos, soledad, silbidos, soledad, abucheos, soledad, energúmenos, soledad, hipócritas, soledad.

La chica de Irlanda en soledad cantó. Y cantó a capella. Cantó “war” de Bob Marley. Cantó y gritó. En soledad, con su hermosa voz y sus ojos bellos. Cantó. Sobretodo cantó.

Sinéad ha muerto, nos dejó el legado de su arte. Y nos dejó eso pocos minutos en el Madison de Nueva York.

Quizás esos minutos, tremendos, dramáticos, inverosímiles, sean la obra cumbre de Sinéad.

Quizás fue su mejor poema. Su mejor canto. Su gesto más valiente. Doloroso, si, Lacerante, claro, Desgarrador, por supuesto.

Sinéad ha fallecido. Y recordando su memoria podemos decirle, “Sinéad, nada se compara contigo”. Descansa en paz.

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Director

Eduardo Huaity González

Salvador® es una publicación de
Editorial ABC S.R.L.
Gral Güemes 1717
Salta, Argentina