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“El oficio del operador político en Salta”

En exclusivo para Revista Salvador, el historiador y periodista Daniel Avalos comparte el primer capítulo de su obra de reciente aparición y ya disponible en las librerías salteñas.
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Desenfundemos las preguntas claves que dieron origen a estas páginas: ¿qué condiciones político-sociales y qué atributos personales permitieron que un hombre [Juan Pablo Rodríguez] sin tradición militante deviniera en el operador de mayor confianza de un gobernador [Juan Manuel Urtubey] que estuvo doce años en el Poder? Y ¿por qué luego devino en una de las piezas importantes del triunfo electoral del gobernador que sucedió al propio Urtubey?

Para responderlas debemos trascender lo estrictamente periodístico. Hay que sumergirse en el terreno de las Ciencias Políticas. No tenemos la pretensión de teorizar demasiado. Sí la de combinar la crónica sobre el pulso cotidiano de la política con categorías propias de esa ciencia, más los cambios y continuidades de la historia política reciente salteña para alumbrar los movimientos más subterráneos que pueden explicar las aparentes paradojas de la superficie. Tal vez así podamos hacer más inteligible el recorrido de quien siendo un “apolítico” hasta sus largos veinte y pico terminó administrando Poder empleando herramientas que le permitieron sostenerse en el tiempo: ganando disputas, generando consensos, desactivando planes adversarios, imponiendo su voluntad sobre otros y protagonizando desde las sombras triunfos electorales en los que nunca hizo de candidato.

Volvamos a Juan Pablo Rodríguez y a la pregunta que inauguró este capítulo. Para lo primero recordemos dos cosas: no fue parte de la campaña que depositó a Juan Manuel Urtubey en la gobernación el año 2007, pero sí prestó servicios periféricos a la candidatura de quien era su rival ese año: Walter Wayar; razón por la cual el proceso que lo convirtió en el hombre de confianza de ese gobernador comenzó años después de aquel triunfo. La situación nos desliza a ensayar una respuesta preliminar a las preguntas mencionadas: se trata de alguien que administró eficazmente saberes técnicos y atributos personales para abrirse paso en los pasillos palaciegos durante los dos primeros años del ciclo “U”.

Lo central, sin embargo, va por otro lado: los atributos y competencias técnicas de Rodríguez podían ser exitosas en el marco de una realidad política salteña con partidos devaluados, cuadros políticos en extinción y la vigencia –con nuevas lógicas y estilos– de aquello que el francés Alain Rouquié definió como la “política del Don”: liderazgos fuertes que prácticamente privatizaron el Poder en una provincia con instituciones débiles y que, controlando la justicia, la policía, parte de la prensa y los sindicatos, se aseguran una influencia enorme sin necesidad de recurrir a fraudes electorales en una sociedad que depende en gran parte del Estado. Desde los jueces que requieren del aval del gobernador para acceder y ascender en ese poder, hasta intendentes que precisan de las transferencias del ejecutivo central, pasando por los miles de empleados públicos que superan en número a los privados y hasta los sectores vulnerables que, requiriendo de la asistencia social, terminan convirtiendo al gobernante en una especie de “bienhechor” al que ayudan a sostenerse para no perder los “beneficios” de los que son objeto.

Aunque probablemente el salteño medio no conozca una política local distinta a la descripta brevemente, no es menos cierto que las condiciones mencionadas se consolidaron durante los doce años del gobierno de Juan Carlos Romero. De todas las transformaciones operadas en ese periodo (1995 – 2007) hay una que resulta crucial para el objeto de este trabajo: la emergencia de funcionarios que protagonizaron un ascenso meteórico en la administración del Estado sin haber tenido una relación estrecha con el mundo de la política. El romerismo jamás se acomplejó por ello. Sino que, al contrario, lo reivindicó como algo virtuoso y relegó a muchos de los que provenían de una larga militancia que devinieron en una especie de “anti-élite” política: dirigentes de vieja escuela a los que ningunearon y asociaron con lo poco moderno para justificar su no incorporación a los altos cargos de la administración.

Allí aparece la otra figura de este trabajo: Ángel Torres, el histórico secretario privado de Juan Carlos Romero. Un hombre poco conocido por la opinión pública –como sucede con Juan Pablo Rodríguez–, aunque el cien por ciento del activo político provincial lo identifica como uno de los arquitectos del modelo romeriano. Una figura admirada incluso por algunos que están seguros de haber sido víctimas de la ingeniería político-administrativa que ayudó a montar.

La historia y la personalidad de Torres son distintas a la de Rodríguez. Su vida y la política estuvieron vinculadas casi desde siempre; su autoproclamación como cuadro político del peronismo era abierta; su radio de acción en la administración Romero superó en años a la Rodríguez con Urtubey y su histrionismo era la contracara de la parquedad de Juampi. Torres era un hombre brillante en términos políticos y a veces parecía obnubilado por su propia inteligencia. Brillaba donde Rodríguez suele no destacarse -la oratoria por ejemplo- aunque éste llegó tan lejos como Ángel y parece que logrará algo que el primero no quiso o no pudo: seguir incidiendo en la alta política provincial ya sin la presencia del jefe que lo catapultó. Ambos, en definitiva, fueron estrellas de un juego al que entendieron perfectamente y tuvieron como líderes a dos gobernadores que administraron veinticuatro años la provincia de Salta.

Aclararemos rápido lo siguiente: no es intención de este trabajo evaluar y valorar éticamente la política que uno y otro desplegaron, aun cuando tal ejercicio sobre los “operadores políticos” suele ser exigido casi siempre en aproximaciones de este tipo. Es comprensible. Se trata de personas que manejaron enormes recursos para hacer política y ayudaron a concretar acuerdos cuyos detalles los simples mortales nunca conoceremos. Ello los acerca inexorablemente a lo más turbio de la política. No obstante, concluí que sumergirme en ello me deslizaría a un trabajo que, por un lado, terminaría en una larga enumeración de sospechas verosímiles pero incomprobables; alejándome del interés específico de este escrito: entender el rol de esos personajes que intermedian con distintos actores ofreciendo recompensas políticas y administrando castigos para resguardar y acrecentar el liderazgo del Jefe político al que sirvieron.

Ese tipo de personajes despertaron mi curiosidad desde el momento mismo que tuve noción de su existencia: cuando viejos militantes de izquierda hablaban del “malvado” Enrique “Coti” Nosiglia, a quien calificaban como el “monje negro” del presidente Raúl Alfonsín. La denominación me impresionaba. Sonaba vampírica. A hombres que desplegaban su trabajo en las sombras, a personajes siniestros que con su atuendo ocultan un rostro del que solo vemos los labios que susurran al oído del Príncipe. Claros descendientes de los antiguos cortesanos reales que por entonces estudiábamos en la cátedra de Historia Moderna de la carrera de Historia en la Facultad de Humanidades de la UNSa.

El interés se acrecentó con las elecciones del año 2019 en nuestro país, al menos por dos motivos. Tras las PASO de agosto quedaba claro que un operador político se convertiría en presidente de la Nación: Alberto Fernández, el hombre que a finales de la década de los noventa comandó un grupo –Calafate– que debía identificar oportunidades políticas y electorales para un gobernador patagónico que quería ser presidente –Néstor Kirchner– y que ya en el cargo confió en él para que asumiera en la Jefatura de Gabinete. A ese hecho se le sumó otro de tinte provincial. Ocurrió tras esas mismas primarias. Sergio Leavy cosechó una cantidad enorme de votos como candidato a senador nacional. Era obvio que la fórmula de los Fernández era la razón principal, pero ello no impedía razonar que una efectiva nacionalización de la elección en Salta podía convertir al tartagalense en gobernador de la provincia.

Dos semanas después, se anunciaba que Cristina Fernández visitaría la tierra de Güemes para presentar su libro “Sinceramente”. Para anoticiarlo, Leavy y su candidato a vice difundieron el precario audiovisual del que ya hablamos. Por esos días, la cúpula del Partido de la Victoria invitó a un grupo de periodistas a un asado en el gremio de SUTIAGA, en pleno corredor de la Balcarce. Participé del mismo y sobre él comenté dos escenas a algunos amigos que me preguntaron por tal encuentro: un dirigente de la riñonada del candidato a gobernador relatando las enseñanzas que le había dejado su juvenil participación en la campaña electoral de Miguel Ragone en 1973; y la reacción de José Vilariño cuando, con total naturalidad, comenté que la campaña de Gustavo Sáenz era un poco menos mala que la de Sergio Leavy, pero que la intervención de Juan Pablo Rodríguez levantaría la del primero y ellos debían procurar lo mismo. El dirigente desestimó el comentario a partir de impugnaciones éticas al mencionado. Las escenas eran reveladoras: una parte de la mesa apegada teórica y emocionalmente a cierto setentismo; la otra, abortando razonamientos políticos en nombre de valoraciones éticas. Era imposible no preguntarse en qué andaban Rodríguez y Torres en ese mismo instante. La respuesta era obvia: afinando la estrategia de campaña y los múltiples movimientos que deberían realizar para que Sáenz protagonizara un triunfo contundente y Juan Carlos Romero retuviera su banca de senador nacional. Entre los movimientos, obviamente, se incluían las campañas negativas contra los adversarios.

La naturaleza de esa función política produce que ese tipo de operadores miren con asombro a quienes les imputan falta de ética. Si dijeran en público lo que hablan en privado, repelerían la impugnación preguntando si en serio creemos que una sola ética es aplicable a todas las dimensiones de lo político. La verdad es que ellos están atentos a las valoraciones que sus pares realizan de sus destrezas para garantizar gobernabilidad, administrar coyunturas, identificar ventajas políticas y juntar votos para los jefes. Y están más atentos aún a cómo el Jefe valora sus habilidades y lealtad. Lo último es una característica central de los operadores. “Yo trabajo para el apellido Romero”, dijo alguna vez Torres en un asado rociado de buen vino cuando alguien indagó sobre cuestiones trascendentales. No era diferente el énfasis de Rodríguez con respecto a Urtubey, tal como lo vimos en la introducción, cuando alguien del entorno de Gustavo Sáenz lo invitó a ser parte del equipo de campaña: “Mi jefe es Urtubey. Si el jefe me dice que juegue aquí o allá, yo me quedo aquí o voy allá”.

Claro que semejante fidelidad obedece a que el destino personal está atado al de sus superiores, aunque no hay que subestimar los vínculos afectivos que generan ese tipo de relaciones. La combinación de esos elementos subjetivos con las características de nuestra región y las del propio peronismo, dan por resultado un verticalismo que el operador reivindica –palabras más, palabras menos– como lo hiciera el súperministro menemista Carlos Corach: “Es un atributo que permite ordenar el partido en torno a las ideas de quien ejerce el liderazgo (…) el verticalismo tiene mala prensa y muchos pretenden equipararla a obediencia ciega. Sin embargo, a lo largo del tiempo ha demostrado ser un instrumento de importancia fundamental para garantizar la gobernabilidad en un país que aún no ha aprendido a resolver sus conflictos por las vías institucionales y democráticas”.

Dicho esto, me permito recordar que, durante una década, publiqué informes periodísticos y editoriales que siempre impugnaron ideológica y políticamente el Orden salteño que Torres y Rodríguez ayudaron a montar y a conservar. No obstante, los objetivos de estas páginas son otros: relatar una obviedad. Evidenciar que los operadores políticos son parte estructural de la política salteña; visibilizar a dos figuras que siempre mantuvieron un perfil bajo, tarea que se facilitaba en una Salta que siempre dirige los flashes a gobernadores y candidatos descollantes; reconstruir el recorrido de dos personas que se explican por el escenario en el que se insertaron, pero al que también ayudaron a formatear; y analizar los supuestos, alcances y límites de eso que la socióloga Mariana Gené denominó “política con minúsculas”: no para subestimar a los operadores, sino para diferenciarlos de los candidatos que se presentan como elaboradores de grandes proyectos o promesas de futuro. Personas como Torres y Rodríguez manejan otros pliegos de esa realidad. Ellos siempre remiten al detrás de escena de decisiones públicas, acuerdos y alianzas funcionales a la lucha por el Poder y a su ejercicio.

La tarea es apasionante pero difícil en una provincia donde la “política del Don” es la norma. Los gobernadores –lo dijimos– concentran toda la atención, sin embargo, los escritos dedicados a ellos están atravesados por una prudencia excesiva. Uno puede invertir días en leer recopilaciones de notas políticas producidas durante esos años solo para descubrir que columnistas reconocidos preferían analizar el mundo, el país o dimensiones sociales y culturales que no rozaran directamente al “Don” provincial. La prudencia incluye a textos académicos. El libro de la antropóloga Fernanda Maidana lo ilustra. Una profesional de la Universidad Nacional de Salta que publicó un trabajo pionero sobre el romerismo que se presentó como tesis de maestría en una universidad de Brasil. No obstante, prefirió –seguramente por pedido de los entrevistados– usar nombres de municipios salteños ficticios para resguardar a funcionarios que prestaban testimonios, quienes, a su vez, eran identificados con seudónimos, aun cuando la publicación salió a la luz cuando Romero ya no era el gobernador.

Tampoco es fácil lograr testimonios de personas que trabajaron o conocieron a Torres y Rodríguez. Muchos prefieren el silencio, la mayoría pide reservar su identidad para evitar problemas y sólo los menos hablan sin reservas. En ese marco, reconstruir el recorrido de Torres es bien complicado. Por la falta de testimonios y porque la prensa escrita de la época tiene sus lagunas: sea por la abierta parcialidad de diarios como El Tribuno (propiedad de la familia Romero), o –como lo señalaba la misma Fernanda Maidana– por el carácter indirecto de las fuentes que utilizaron los semanarios políticos, en los cuales la mayoría de las notas se publicaban sin nombre o con seudónimos. En este punto, una digresión se impone. Será para destacar el trabajo del fallecido periodista Sergio Poma. Su libro sobre “Salta y el Narcopoder” presenta al romerismo como un periodo de corrupción sin precedentes por haber representado el ingreso del narcotráfico en la provincia, pero muchas veces las “pruebas” se reducen a citar otras publicaciones. No obstante, tuvo el enorme coraje de haber denunciado mientras Romero mantenía un Poder gigantesco. Poder que fue utilizado para judicializar al propio periodista.

Analizar la gestión Rodríguez tampoco es fácil, aunque las características de la etapa que protagonizó ayudan más: se multiplicaron las emisoras radiales, los canales de televisión y sitios web que produjeron un torrente de noticias sobre casi todos los funcionarios, aunque a veces la maraña de titulares, interpretaciones, opiniones o comentarios terminaban por ocultar la información medular con igual éxito al de los tiempos en los que se la guardaba en una caja fuerte. A ello debemos sumarle el rol de los personajes objetos de estas páginas: ambos fueron los encargados de relacionarse con la prensa para difundir la imagen que ellos pretendían difundir del gobernante, del proyecto político, de la gestión y de ellos mismos.

De allí que la redacción de estas páginas precisó echar mano a todo lo que tuviera al alcance. Ello incluye recuerdos de cientos de reuniones de redacción de las que participé en los últimos doce años; documentos publicados por el Boletín Oficial; artículos periodísticos aparecidos en medios provinciales y nacionales; bibliografía que formatea conceptualmente la indagación; entrevistas citadas al pie de página; charlas informales con actores de la política y de la prensa local; correos electrónicos y mensajes con los protagonistas de estas páginas; más dos largas entrevistas con el propio Juan Pablo Rodríguez, que se concretaron entre diciembre de 2019 y agosto de 2020. A eso debe sumarse otro material: artículos que yo mismo publiqué en estos años. No he encontrado razones legales o periodísticamente canonizadas para no “plagiarme”. Sólo procuré presentar con cierta originalidad textos que ya había escrito, pero fueron revisados en función de lo que aquí me interesa.

El nuevo libro de Daniel Avalos ya está a la venta. “El oficio del operador político en Salta” puede adquirirse a través de Internet con el envío de un correo electrónico a eloficiodeloperadorpolitico@gmail.com o en las librerías de la ciudad.

La obra del periodista e historiador se distribuye en las librerías Rayuela (Alvarado 570), Doce Letras (Caseros 870), Feria del Libro (Buenos Aires 83) y Librería del Profesional (Caseros 740, local 14).

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Director

Eduardo Huaity González

Salvador® es una publicación de
Editorial ABC S.R.L.
Gral Güemes 1717
Salta, Argentina