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Volver al amor, volver al tenis

“Cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada” dice Charly en “Los dinosaurios”. No, no y no, digo yo: cuando el mundo tira para abajo es mejor estar atado al tenis.
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Desde mediados del mes de mayo me encuentro en mi tierra: Salta, más conocida como “la linda”. Esta vuelta, motivada por razones desde académicas hasta burocráticas, me ha llenado de preguntas. Volver al lugar de origen no siempre es una fiesta, tiene sus declives, como casi todo lo que es de este mundo; pero en este caso, con cierto atisbo de sorpresa para mí -por qué no decirlo- me he encontrado con esa sensación tan peligrosa como una enfermedad tropical que algunos llaman amor. ¿Me estoy enamorando de Salta? ¿Otra vez? Lo de antes, ¿era amor?, me pregunto por momentos, o será esta maldita pandemia que me tiene dividida entre la ciudad de Buenos Aires, el lugar donde vivo desde 2007 y Salta, el lugar donde nací y me crié.

Esta nota pretende hablar sobre eso que retorna una y otra vez: el amor. ¿Pero de qué amor se trata? En este caso, de un retorno que apareció tras mi vuelta a Salta: el amor por ese deporte elegante, preciso, perfecto, que espeja lo más glorioso e infame de uno mismo, ese que se despliega en una pista rectangular dividida por una red y se sirve de una raqueta y una pelota para convertirse en algunos casos en arte, cualquiera sea su superficie (cemento, polvo de ladrillo, césped); el tenis.

Sí, mi vuelta a Salta incluyó mi vuelta al tenis, un deporte que descubrí de grande. Había dejado de jugar hace un par de años por una tendinitis en la muñeca derecha. Muy lejos de ser una buena jugadora, cuando milagrosamente en mis clases aparece un revés perfecto a una mano, de libro, la magia del tenis me invade el cuerpo, me electriza, me sonroja y me saca una sonrisa. Siempre creo que el entusiasmo es una de las formas de la felicidad. El tenis ha sido en estos días para mí un desborde de entusiasmo. Un desborde que me hace sentir que podría invertirlo todo en clases de tenis.

A diferencia de Match Point, de Woody Allen, el azar, a veces, sincroniza muy bien: junto con mi vuelta al tenis llegó Wimbledon. ¿Hay algo que supere estéticamente a Wimbledon? Difícil, quizás alguna obra de arte, como Tarde de domingo en la isla de la Gran Jatte, de Georges Seurat, mi favorita del Art Institute of Chicago. La estética es para mí un universo fascinante. Wimbledon, es, en el mundo del tenis, una perla.

Roger Federer, quien ganó ocho veces en la catedral del tenis y comparte con Novak Djokovic y Rafael Nadal el récord histórico de haber ganado veinte títulos individuales masculinos de Grand Slam, es un artista que siempre nos regala con su tenis algo que no es de este mundo. Su revés es maravilloso, por su terminación, que abre el brazo derecho a 180 grados, por la manera en la que expande su pecho como un pájaro, por la inteligencia con la que orienta su dirección, por la belleza de su golpe ofensivo que juega con un top preciso. La naturalidad de los movimientos en su saque, como si la raqueta y la pelota tuvieran su ADN. Su drive fulminante, que pega y desparrama el brazo, como un reboleo, que cuando combina con su slice hace imposible seguir la trayectoria de la pelota. Más allá de mi amor por Roger, sin velo, de mi admiración por él, su caballerosidad y su temple, me provoca un inmenso disfrute verlo jugar, no solo por su técnica, sino porque transmite en cada movimiento su amor por el tenis. Porque a pesar de no haber alzado la copa en el césped inglés, con sus treinta y nueve años el tenis sigue siendo suyo. A veces imagino que su poder está en la belleza de sus piernas, que me encandilan, pero yo soy solo una simple fan que no sabe nada del asunto. Austero, como la riqueza suiza, que carece de ostentación porque sabe que su tesoro es su paisaje, es dueño de un talento superior digno de homenaje. Como bien dijo el relator inglés en el partido Federer – Sonego en el reciente Wimbledon, con Roger solo hay que mirar, maravillarse y admirar. El tenis, a fin de cuentas no solo es saber pegar, no solo es potencia y estado físico, no solo es rapidez de piernas, es arte, el arte de jugar con gracia. Hay gustos y gustos, hay ranking y ATP, hay tribuna, hay millones y hay belleza. La belleza del tenis, ese amor que no se quita, porque cuando se vuelve visible emociona hasta las lágrimas. A fin de cuentas, el tenis es ese partenaire capaz de acompañarte hasta la cadencia de la madurez, y en tanto arte, un acto de buena fe.

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Director

Eduardo Huaity González

Salvador® es una publicación de
Editorial ABC S.R.L.
Gral Güemes 1717
Salta, Argentina