Lejos de sembrar progreso y desarrollo por el orbe, el resultado terminó siendo una concentración de riqueza en muy pocas manos, una expoliación de los recursos naturales sin medida, un estado de tensión universal con el eco de tambores de guerra en el fondo que finalmente desembocaron en un conflicto bélico cuyos alcances todavía son inciertos.
Se implantó una depredación de las sociedades –especialmente en los países emergentes-, sumado a una pandemia que licuó a las sociedades en una sola clase social: un nuevo proletariado sobreviviente sin trabajo estable, sin estudio y sin esperanza de una calidad de vida mejor.
Esa crisis sanitaria tuvo como correlato la eliminación de todo valor moral y ético junto a un proceso de extirpación de las referencias históricas de los pueblos multiplicando la ignorancia masiva y la extinción de sus tradiciones, todo en busca de aniquilar todo aquello que soporta la identidad de los pueblos.
Entre las víctimas de este proceso global estuvo el Estado Nación y los valores heredados de la Modernidad: Dios, Patria, Familia y todo lo que pueda darle al individuo un sentido de permanencia y pertenencia. El Estado del Bienestar terminó aniquilado y con él la esperanza que Aristóteles dictaba como el fin último del mismo: “Hacer la felicidad de los ciudadanos”.
Hoy las sociedades viven el Estado del desencanto y del pesimismo ante un futuro incierto que muestra un mundo agonizante y donde todo atisbo de seguridad parece una quimera.
Al borde de la histeria colectiva, donde el hombre es nada más que un dato estadístico, son los sectores más desprotegidos los que sufren el hundimiento en la pobreza extrema, seguidos inmediatamente de las clases medias cuya posición va siendo horadada en sus bases hasta sumirla también debajo de los límites de la pobreza.
El trabajo que debiera dignificar al hombre se ha evaporado como variable de crecimiento cayendo en niveles del siglo XIX o anteriores, resucitando al proletario que medraba en los límites de los burgos, convertido ahora en un “trabajador pobre” porque como señala el periodista Iñaki Gabilondo “los salarios se han jibarizado”.
El mesianismo político es sólo dialéctica, porque al final la fórmula para resolver el ajuste es otro ajuste que produce un fenómeno inverso al de la distribución de la riqueza, porque el proceso siempre termina en una transferencia masiva de recursos de las clases deprimidas hacia los sectores gobernantes y las corporaciones económicas mediante tarifazos, mayores impuestos y apremios fiscales. El ajuste lo paga siempre el más pobre que así se empobrece cada vez más.
El “Fascismo social”
Es el tiempo de la desaparición de las políticas de Estado, incluso de la política misma que ha perdido legitimidad porque las decisiones ya no están en manos de la clase gobernante sino de los dueños del capital.
La democracia formal yace destruida y sólo es una herramienta para aplicar el ajuste más despiadado en la salud, en la educación; donde la justicia ya no es un Poder del Estado sino una escribanía de los macro intereses. Así, el Estado se convierte en un verdadero “fascio” (cofradía-agrupación) de intereses al servicio de las corporaciones.
Este fascismo estatal va carcomiendo desde la médula a las democracias donde se enarbola una “Constitución” que se convierte en letra descriptiva nada más ya que los derechos del hombre y del ciudadano terminan siendo avasallados por la codicia paraestatal.
Toda crisis tiene un límite, y no es posible advertir cuál ni cuándo estallará la rebelión social producto de la indignación de los sectores que padecen estas crueles políticas de extracción.
Los silencios de las masas son peligrosos, la Revolución Francesa anidó en los espíritus durante un siglo antes de que la guillotina “igualara” a la sociedad. Aunque parezca que todo está contenido, en realidad nada está tranquilo y los dirigentes deberían recordar aquellas palabras del General Juan Domingo Perón cuando advirtió de que los pueblos un día marcharán “Con los dirigentes a la cabeza, o con la cabeza de los dirigentes”.
Ya lo decía Dantón, “Las revoluciones están antes en los espíritus que en los hechos” y si bien el plan maestro –y macabro- de la reducción de las sociedades a un estado de colmena avanza de manera aceitada, la historia ha demostrado que nada hay más imprevisible que el comportamiento humano. Tal vez, ese instinto de supervivencia, ese imaginario colectivo formado por las raíces y sobre todo, la tendencia natural e innata en el individuo hacia el progreso que se sustenta en la esperanza, tal puedan componer el cóctel que haga estallar la cuestión social en contra del maquiavélico plan universal de dominio.
Pensar una rebelión contra el sistema global es una utopía, pero sí una cosa es segura, que se repetirá como con la globalización de los ochenta el fenómeno de los bolsones culturales de resistencia que seguramente podrán ser ahogados por la parafernalia tecnológica.
Si bien lo expuesto es la realidad objetiva, lo único cierto para todos es la incertidumbre. El Génesis enseña “Dominad la Tierra y todo lo que hay en ella”, pero nada dice de dominar el hombre al hombre mismo, de ser el “Homo hominis lupus”. Porque hay que decir que hasta el Leviatán pierde vigor cuando se potencia lo más humano y divino que tienen las personas: la esperanza.