El Convento San Bernardo, reclusorio de cuerpos y almas femeninas por imperio de la Regla de Santa Teresa data en esa condición desde mediados del siglo XIX cuando el primer contingente de monjas se estableció. Ese solar, desde la Fundación de Salta, en 1582, marcaba el límite este de aquella aldea… y hasta algunas décadas atrás de la actual.
Recordarán los memoriosos que hasta 1970 la Avenida Yrigoyen -en ese tramo- y la ex Virrey Toledo, que un par de concejales en un rapto de delirio ideológico apoyados por la ignorancia del resto de sus pares que no tenían -y deben seguir así- la menor idea de quien fue dicho virrey, decidieron cambiarle el nombre por «Batalla del Bicentenario» o «Bicentenario de la Batalla», da igual; esa Avenida, decimos, era un canal abierto, resabio del antiguo «Canal del Este» que recogía las aguas del Río La Caldera en tiempos de Martín M. de Güemes, Manuel Belgrano y Pío Tristán.
Para esa época, trascendiendo esa frontera natural ya revestida en cemento su lecho, más allá, una que otra casa se levantaba en rededor del Policlínico San Bernardo, heredad del peronismo benefactor. Todavía el piedemonte del Cerro del mismo nombre conservaba su configuración natural, hoy invadida por viviendas más allá de la cota permitida incluso.
Este introito para decir que cuando niños se divulgaban varias leyendas urbanas sobre mulánimas y aparecidos que se levantaban de sus tumbas hacia el atardecer cuando la campana del Convento llamaba a Vísperas y Completas (Según las horas canónicas que al cambio serían más o menos las siete de la tarde, o «la oración», como dirían las abuelas), momento en que se cerraban las puertas cancel y los postigos de las ventanas, claro, no fuera cosa que…
Nosotros, niños de encanto propio de querubines ya por entonces teníamos cierta afición por las armas y en las noches, alrededor de las 22 horas, después de la cena, teníamos por diversión disparar con un rifle de aire comprimido, pero de alta potencia, traído por un amigo de entonces de los Estados Unidos, a la campana del Convento, a la usanza de francotiradores anidados en un tanque de agua de alguna azotea vecina. Nuestras casas lindaban con el muro del claustro. Desde abajo no se ve, pero el vidrio que cubre a la figura de la santa acusa alguno que otro impacto. Niñez sana era la nuestra.
Y el piano siguió tocando…
Lo que sigue es el relato de un hecho que nos tuviera por protagonistas involuntarios y podemos dar fe del mismo a riesgo de perder nuestras almas fagocitadas por el fuego eterno si acaso mentimos.
Digamos que érase el caso de dos hermanas, muy mayores ya para la época, cuyos nombres y ubicación de la vivienda guardaremos en el anonimato por cristiana caridad, (de hecho, la vivienda ya no existe) que solían ir de aquí para allá, siempre juntas, del brazo. De asistencia perfecta a la misa de 8 de la mañana en el Convento junto con mi madre, en tiempos en que la guardiana del lugar, «La Guillermina«, se paraba en la puerta del templo antes del oficio y a cada feligresa le susurraba al oído: «Es voluntad de la Madre Superiora que vengan cubiertas los hombros y la cabeza». Y allí iba mi madre y las devotas del vecindario tocadas con sus mantillas, misal de tapa de cuero con ilustraciones en oro, papel seda y algunas estampas marcando vaya a saber qué lectura.
El eterno sacristán -Moya- (nunca supimos su nombre), un enjuto hombrecillo de avanzada edad, ingresaba por una puerta que se halla al costado del ingreso al templo y llamaba a misa tirando de una cuerda que hacia tañir la campana del mismo modo que nuestras balas en las noches, claro, más fuerte.
Las dos hermanas, salían del oficio y hacían un recorrido habitual: el almacén de los Zucarrà, cinco hermanos españoles que murieron solteros, que se ubicaba en la esquina de Santa Fe y Alvarado, la carnicería de Lucas Arequipa, hacia la media cuadra, se detenían en Alvarado y Santa Fe por la verdura y frutas que «El Turco Ramón» expendía desde su carro (Del cual en otra oportunidad contaremos una anécdota singular) y retornaban a su casa.
Una de las hermanas, la más entrada en carnes diríamos, el pelo cano y la otra, más esmirriada siempre teñida de un rubio desteñido. En las tardes, solían dar un paseo por allí, deteniéndose al paso de alguna vecina para cambiar chismes sobre la supuesta vida disoluta de la fulana que vivía sola en tal casa (vivienda que todavía existe) y cuyos nombres irán con el escribiente a la tumba por las razones antes dichas-, o del tono «Fijesé que fulano le pega a su mujer» y hasta ese comentario que la memoria conserva cuando a mi madre le dijeran: «¿Sabe Selva? La fulana levanta puntos», y que mi madre en su inocencia respondiera diciendo: «¡Ah, no sabía que era costurera!» (Para los neófitos en «aut couture», era costumbre reparar medias de mujer «levantando los puntos”).
De pronto, a una de ellas, nosotros que rondaríamos los diez años por entonces, no la vimos más. Y por años, la supérstite, la del rubio desteñido, vagabundeaba por aquellas calles deteniendo a cuanto transeúnte pasaba para inquirirlo: «¿No ha visto Usted a mi hermana?» Y no…, nadie sabía nada de su hermana. Ni siquiera en casa porque alguna vez llegué a escuchar a mi padre, hombre práctico y poco dado a los chismes decir: «Ahí anda la loca esa preguntando por la hermana, ¿vos sabes qué le pasó?«, le preguntaría a mi madre.
En las noches, nosotros niños inquietos solíamos dar una vuelta del perro por el vecindario y pasábamos frente a la casa de las hermanas donde observábamos cómo entre medio de las deshilachadas cortinas se escapaban algunos hilos de luz en el living mientras se escuchaban las notas de un piano. Era aquella Salta que para las diez de la noche caía gobernada por el silencio que rompía uno que otro auto que pasaba. No había un tráfico intenso, aquel microcentro conservaba esa mansedumbre aldeana.
Cierta tarde en que mi amigo de la infancia -hoy juez- y este escribiente vagabundeábamos por esa vereda angosta (como la de la zamba), dimos en toparnos con la mujer que siempre, siempre, vestía de riguroso negro, medias y zapatos al tono lo cual hacía destellar su tez blanca y su desprolijo rubio. Nos detuvo con la pregunta de rigor: “¿No han visto a mi hermana?”.
Obviamente que respondimos que no y al punto la mujer nos pidió que ingresáramos a la casa para ayudarla no recuerdo qué menester. El frente lucía dos ventanas largas con las clásicas rejas que alguna vez habrán servido quizás para que un galán se acodara en esos cortejos que se hacían desde la vereda, reja de por medio -repito- para cuidar la pureza de la pretendida. Alguna vez escucharía en la familia que un tío -quizás- comentaba con algún amigo que a su hija la pretendía un «tirifilo» pero que estaba tranquilo «porque la visita desde al balcón», a lo cual el otro respondiera: «Tenga cuidado don fulano, porque los balcones tienen agujeros”. En fin…
Ingresamos -recuerdo- a la casa por la puerta del costado, tan añosa como su propietaria; inmediatamente se desperezaba un pasillo angosto que discurría hasta el fondo. En una de las paredes se sucedían macetas colgadas desde las cuales se derramaban lánguidas plantas. El piso de lajas de piedra irregular conservaba en sus intersticios el agua de alguna baldeada.
La mujer ingresó por una puerta inmediatamente dispuesta detrás de la cancel. Ingresamos a un ambiente que no recuerdo qué era, pero cuyo olor a cosas viejas y guardadas todavía conserva mi memoria nasal. Entre brumas creo reconocer bártulos amontonados, masas informes de objetos que habían perdido su utilidad hacía mucho tiempo atrás.
Pero más adelante había otra puerta, la que daba al living, ése desde el cual escapaban los retazos de luz y las notas del piano. Recuerdo ingresar al lugar que lucía fantasmagórico. Casi ningún mueble había allí, una araña cargada de focos y telarañas desde las cuales ya se desprendían algunas lianas. El lugar ofrecía los signos propios del abandono, los pocos muebles cubiertos por lienzos blancos, el piso de madera y sobre la pared de la derecha, custodiado por descoloridos cuadros que habían perdido la vertical, ¡Un piano de pie!…, también cubierto por una tela blanca. El taburete escondía su lustre bajo la pátina de polvo.
Fue en ese punto cuando recuerdo que le preguntamos a la mujer: ¡Ah, Usted es la que toca el piano en las noches!
La mujer dándose vuelta y mirándonos con el rostro gélido, respondió secamente: “Yo no sé tocar el piano”.