El último jueves, durante la reunión del Consejo de la Magistratura, el senador salteño Sergio Leavy amplió una denuncia contra el presidente de la Cámara Federal Porteña, Mariano Llorens. Aunque es amigo del presidente Alberto Fernández, el legislador actuaba bajo las órdenes de Cristina Kirchner, quien ya había acusado públicamente al magistrado de haber integrado un equipo de fútbol (el ya legendario Liverpool) que disputó algunos partidos en la Quinta Los Abrojos, propiedad de Mauricio Macri.
Es el mismo equipo del que fue parte el fiscal Diego Luciani, quien acaba de pedir doce años de condena a prisión para la Vicepresidenta por quedarse con dinero de los argentinos en la causa Vialidad. Millones de dólares de la obra pública de Santa Cruz apropiados con la colaboración de Lázaro Báez, el sagaz emprendedor al que se le ocurrió fundar una empresa de construcciones días antes de que los Kirchner llegaran al poder.
El ataque al juez Llorens no sorprendió en las actuales circunstancias, pero motivó que un consejero opositor se acercara a Gerónimo Ustarroz, el representante del Gobierno en la Magistratura, primo y hermano de crianza del ministro del Interior, Wado De Pedro, de padres desaparecidos durante la última dictadura militar. Allí se produjo el siguiente diálogo.
– ¿Otra vez contra Llorens?, si ustedes saben que todo eso del fútbol es una pavada…-, consultó el dirigente opositor.
– Lo que ustedes no entienden es que, para nosotros, empezó la guerra.-, le informó cortante Ustarroz.
Dos días después, la guerra anunciada por Ustarroz comenzó a disputarse en las calles. Bastó que Horacio Rodríguez Larreta dispusiera el vallado de las cuadras que rodean al departamento que Cristina habita en La Recoleta para que la zona se llenara de activistas profesionales y no tardara en aparecer la violencia que observaron el sábado miles de ciudadanos más preocupados por los problemas reales como la altísima inflación, la falta de reservas monetarias y el avance incontenible de la pobreza.
Eso que Ustarroz (un kirchnerista que juega a mantener buen diálogo con la oposición del mismo modo que lo simula De Pedro), define como “guerra” es convertir el complicadísimo escenario judicial que se le abrió a Cristina en una pulseada política. Las corridas, los golpes, los cantos de barrabravas y los actos de defecación en plena calle que el kirchnerismo instaló en el barrio porteño preferido de la Vicepresidenta son apenas un preludio de lo que puede suceder en las próximas semanas.
Cristina y su equipo de abogados defensores ya tienen en claro que si el proceso judicial continúa su marcha hacia un pronunciamiento del Tribunal Oral Federal 2, podría haber una condena para la Vicepresidenta de entre tres y seis años, lo que los obligaría a apelar la sentencia en la Cámara de Casación, luego en la Corte Suprema de Justicia y, eventualmente, a aceptar la alternativa del indulto antes de que finalice la pobre gestión de Alberto Fernández. Es la peor pesadilla de Cristina.
Por eso, fue creciendo la estrategia de victimización con impostura peronista que tuvo su primer capítulo en las veredas de la calle Uruguay. Las imágenes de enfrentamientos teatrales con los carros hidrantes de la Policía de la Ciudad, de los que participaron con papeles secundarios gente grande como el gobernador Axel Kicillof y el diputado Máximo Kirchner, constituyen en la adolescencia eterna del kirchnerismo un espectáculo más confortable que la contundencia de los testimonios judiciales sobre el drama de la corrupción.
Las consignas hablan de “liberar” a la Vicepresidenta, aunque los tiempos para una condena firme señalan que no tiene chances de ir presa ya que cumplirá 70 años en febrero próximo. Tampoco funciona la bandera de la proscripción, porque esos mismos tiempos judiciales le permitirían ser candidata a presidenta, o a legisladora si es que el objetivo son los fueros parlamentarios.
Cristina cuenta a su favor con el temor incomprensible que le profesa el peronismo. Muchos de sus dirigentes protestan en secreto por estos episodios cuyas consecuencias temen y a los que definen como “el fin de la historia”. Pero ninguno de ellos se atreve a enfrentarla, como no se atrevieron por más de una década.
“Quieren exterminar al peronismo”, dramatizó la Vicepresidenta en la noche del sábado desde un escenario improvisado frente a su departamento. La mayoría de esos dirigentes que la respaldan y la siguen en estas horas saben que Cristina los desprecia y los humilla cada vez que cree estar lejos de los micrófonos. Pero el Síndrome de Estocolmo tiene esas cosas. La escuchan hablar de Perón, del 17 de octubre y los vuelve a atrapar en la telaraña.
Quien sufre las mayores consecuencias de la guerra imaginaria de Cristina es, sin dudas, Sergio Massa. El ministro de Economía esperaba en estos días concentrar sus esfuerzos en recuperar dólares y preparar una gira por los Estados Unidos que considera determinante para su éxito o su debacle. El 6 de septiembre llegará a Washington para tener las entrevistas previsibles de todo funcionario argentino: se verá con la directora del FMI, Kristalina Georgieva; con el vicepresidente del Banco Mundial, Axel van Trotsenburg y con el titular del Banco Interamericano de Desarrollo, el impredecible Mauricio Claver Carone, quien ya se ha peleado lo suficiente con Alberto Fernández.
La cosa está mucho más difícil con las autoridades del Tesoro de EE.UU. El embajador Jorge Arguello está haciendo gestiones para que Massa pueda reunirse con la secretaria y número uno, Janet Yellen, o al menos para que pueda ser recibido por el número dos, David Lipton. No será fácil. El financista fue quien recibió a Silvina Batakis, horas antes de que el Presidente la bajara del cargo en plena gira estadounidense. “Los tipos nos tienen miedo; no saben con qué les vamos a salir”, explica un funcionario que sonríe mientras habla, pero que igual se siente avergonzado.
Massa intentará compensar los huecos de la agenda en EEUU con reuniones en Houston, con algunos de los grupos petroleros más importantes del planeta. Y también aprovechará para sostener tres citas que poco tienen que ver con la economía. Se reunirá con Juan Gonzalez, una especie de amigo que cultivó por años y que hoy es asesor de Joe Biden para América Latina. Y se verá con dos dirigentes de la comunidad judía estadounidense: Jack Rosen, presidente del Congreso Judío Mundial, y Dina Siegel Vann, directora del Comité Judío Americano.
La gira se extenderá entonces al menos por una semana, un período tan extenso que se parece mucho más al de un presidente que al de un ministro de economía. La Cancillería deberá conseguirle a Alberto Fernández la demorada cumbre con Biden en la Casa Blanca, como para que no sospeche que en el hemisferio norte nadie tiene mucho interés por escucharlo.
El Departamento de Estado tiene ahora la atención focalizada en Cristina. ¿Se trata simplemente de una maniobra para esquivar la condena judicial? ¿O pretende conmover el equilibrio de poderes republicano para ubicar a la política por sobre el Poder Judicial? América Latina ya tiene suficiente inestabilidad política con los regímenes antidemocráticos en Cuba, Venezuela y Nicaragüa como para que la ola autoritaria se expanda hacia el sur.
En los últimos días, tres provincias anunciaron que van a suspender las elecciones primarias que instauró Néstor Kirchner en 2009 para equilibrar las oportunidades electorales de todos los candidatos. Salta, donde gobierna el aliado de Massa, Gustavo Sáenz, decretó que no hará las PASO y despegará su elección provincial ante la posibilidad de una derrota a nivel nacional.
En la misma línea marchan los peronistas Raúl Jalil, para suspender las PASO en Catamarca, y Sergio Uñac para hacerlo en San Juan, y recrear un adefesio electoral que el peronismo usó por años en Santa Fe y todavía manipula en Formosa el híper reelecto gobernador Gildo Insfrán: la polémica Ley de Lemas.
Hasta ahora, el kirchnerismo había sido partidario de mantener las PASO porque ese instrumento había renovado las listas de Juntos por el Cambio, y acelerado la victoria opositora en las elecciones legislativas de 2021. Y esta vez querían aprovecharlo para armar una mejor oferta electoral en el Frente de Todos. Pero son tiempos de guerra y, a un año de las presidenciales, la necesidad podría tener cara de hereje.
La alquimia electoral es un juego de especialistas. En cambio, el horizonte judicial es el que se presenta más oscuro para Cristina. Ni el fiscal Diego Luciani, ni los jueces del Tribunal Oral Federal 2 que debe condenarla o absolverla parecen preocupados por las amenazas y los hechos de violencia de estos días. “Que salgan a la calle veinte veces, nosotros no vamos a cambiar nuestra manera de investigar y de trabajar”, es la respuesta que dan los funcionarios judiciales ante las consultas desde la política.
“¿A quién responden?, ¿quién les paga?, ¿por qué me quieren condenar si yo los nombré?”, presiona Cristina a sus operadores judiciales. En su estructura mental de cómo debe funcionar la Justicia, la Vicepresidenta no puede concebir que los funcionarios que ella designó no se alineen con sus objetivos.
En Tribunales, la sensación sigue siendo la misma. La dinámica judicial responde en estos tiempos a reglas diferentes a las de la política. Y son mayoría quienes advierten que Cristina será condenada de forma inexorable. “Vamos a seguir y en las fechas en las que la ley lo marca”, señalan las fuentes judiciales. Y esas fechas tan sensibles tienen vencimiento antes de fin de año.
En la noche del sábado, bajo el agua de los camiones hidrantes y al fragor de los incidentes, Cristina hizo retroceder medio siglo al peronismo. Es un movimiento de casi ochenta años que logró algunos avances sociales innegables, pero que arrió demasiadas veces las banderas de la tolerancia en el altar de la violencia.
Jamás se le ha escuchado al peronismo autocrítica alguna sobre los secuestros y los asesinatos de Montoneros, la mayoría de ellos en plena democracia y con presidentes y una presidenta peronista (Isabel Perón). Nada tampoco Salió a explicar nunca sobre el aparato represivo de la Triple A, ni sobre los acuerdos de sus dirigentes y sindicalistas con militares en 1983 para amnistiar a represores de la dictadura. En esa ocasión, los salvó la derrota.
El cajón que Herminio Iglesias quemó en una campaña electoral, el rechazo peronista a un acuerdo con Chile por el Canal de Beagle o la negativa a integrar la Conadep, que investigó la tragedia de los desaparecidos tampoco mereció siquiera alguna aclaración breve. En un país cuya única política de Estado es la decadencia, el peronismo conserva demasiadas vergüenzas como para erigirse en ejemplo de administración.
“Son los doce años del mejor gobierno que tuvo la Argentina en las últimas décadas”, gritó Cristina en la vereda de su casa, como si no estuviera aún al frente de un gobierno que no puede resolver ninguna de las urgencias de una sociedad de rodillas.
La condena judicial que se le aproxima a Cristina seguramente no alcance para que tenga que purgar la pena. Pero sería una circunstancia tremendamente oportuna para que, al menos, pueda recuperar la humildad.