Por E.B.
El siglo XX acaba de despuntar en Salta y aquella población tenía en sus creencias terrenales como sobrenaturales una ligazón directa con la religión católica que marcaba la vida de los habitantes desde su nacimiento hasta su muerte. Los registros parroquiales se llenaban de datos a partir de los cuales se podía hilar la vida de una persona.
Así, la muerte no se tenía en el vulgo como fenómeno natural, sino que estaba teñido de connotaciones sobrenaturales. El rezo de los responsos y otras ceremonias religiosas tenían un cierto sesgo esotérico para librar al difunto de las llamas del Averno y lograr que en ese momento de tránsito de lo terrenal a lo desconocido sus pecados fueran perdonados, si no por su propio arrepentimiento al menos por las imprecaciones de sus familiares y allegados.
De esta manera el Cementerio de la Santa Cruz que para esos años contaba apenas con unos sesenta o setenta años de existencia tenía una extensión mucho mayor a la que actualmente posee; cuando en 1860 se destinó ese espacio para sepultura de los salteños ocupaba una superficie que iba desde el Portezuelo hasta el río Tinkunaco. En la actualidad se redujo a sólo diez hectáreas su perímetro.
Hace más de cien años el Cementerio quedaba en medio de una inmensa soledad y muy retirado para el núcleo que formaba la Capital de Salta, altos pajonales y árboles distribuidos constituían el rededor del sitio. La lejanía con las calles céntricas lo suponía como algo lejano para ese inconsciente colectivo.
De manera que aquella geografía se prestaba al suceder de hechos paranormales, como el que se contaba hasta los años 50 del siglo pasado todavía, cuando decían entonces que un individuo conocido como Regidor Gauna, hallábase caminando acompañado de otro viandante por aquellas inmensidades hacia el atardecer. Tal vez aquellos hombres irían ensimismados en sus pensamientos que no repararon en una presencia que se incomodara entre los yuyos debido a su acercamiento.
La cosa es que de pronto, una delgada figura se irguió frente a los caminantes produciéndole al desprevenido Gauna tal soponcio que dicen cayó fulminado en el acto, mientras su acompañante corría cuanto le daban sus piernas.
Denunciado el caso, una partida policial concurrió, contaban los mayores, munido de sendos faroles para averiguar qué había pasado y dieron con el cuerpo inerte de Gauna cuyo rigor mortis había retratado el horror en su rostro.
Lo que en realidad habría ocurrido, relataban, es que luego se sabría que la pálida figura no era un aparecido sino un salteño que apurado por sus necesidades biológicas se había dado a satisfacerlas entre el pajonal y advertido de la presencia de Gauna y su compañero se incorporara de inmediato cubierto por aquellas camisetas largas que se usaban en la época.
El temor natural que la hora y la cercanía con el Cementerio operados en el inconsciente se habían cobrado una víctima, la que al día siguiente pasaría a formar parte de los huéspedes eternos del Cementerio de la Santa Cruz.